A la hora de encarar el show
final de la nueva (¿última?) gira de
los Stone Roses por Gran Bretaña,
Glasgow no deja nada librado al azar. En el centro neurálgico de la ciudad,
zona de estaciones de trenes, colectivos y subtes, se observan vendedores
ambulantes, carteles en los bares y, sobre todo, muchos fans que empiezan a
colmar las calles. El menú de experiencias ligadas a la cita es muy heterogéneo.
Por ejemplo, una “pre & after party” al show de Hampden Park, que se realiza
en un barco amarrado en uno de los tantos muelles que cortan el río Clyde, ofrece
diversos servicios para captar la atención del público: además de la lista de
DJ’s que animan la vigilia y el festejo posterior (incluidos algunos exresidentes
de Haçienda, la meca de Madchester),
han puesto buses para transportar a la gente hacia y desde el evento, como una
excursión de ebrios y ebrias al corazón de una movida que explotó hace más de
veinticinco años, no duró mucho, pero que parece todavía despierta pasiones.
A varias cuadras del estadio ya
se comienzan a notar las pequeñas reuniones en esquinas, bares o en las puertas
de los minimercados. Es la previa escocesa. Cervezas, cantos, risas, más
cervezas, remeras con el célebre y emblemático limón de la portada del primer
disco (inspirado en el antídoto que los revolucionarios del mayo francés de
1968 usaban contra los gases lacrimógenos de la policía). Pero, hay una pieza
de parafernalia que goza de mayor popularidad que cualquier otra: el gorro
piluso (bucket hat) que Reni Wren, el
virtuoso baterista, convirtió en ícono pop y link instantáneo con la banda.
Cuenta la leyenda que en el masivo y caótico show de Spike Island, cenit de su
carrera en 1990, Gareth Evans, el chanta-manager que tenían por aquel entonces, planificó la
venta paralela (no oficial/ilegal) de
gorros y merchandising en general, con lo que recaudó una fortuna de la cual
ninguno de los músicos pudo obtener siquiera un penique.
A cincuenta metros del primer
retén de control (poblado por muchísimos chalecos fluorescentes, dado el contexto
que vive la isla en materia de seguridad) alguien enciende la primera bengala
de humo de colores, la turba canta el estribillo de una canción y se revolean
vasos de lager, que rocían alrededor.
Es todo fiesta, hasta que una regordeta agente atrapa al que encendió la
pirotecnia. Forcejeos. Un amigo del infractor, petaca en mano, intenta liberarlo
hasta que entran en escena otros tres gruesos e iracundos uniformados, así como
llega el primer móvil: adentro. Primera detención de la noche, por
duplicado. Llamativamente, los capturados parecen haber nacido después de la
separación (¿debería aclarar “primera
separación”?) de los cuatro de Manchester, y eso es un hecho no menor: gran
parte de la marea que brota desde las calles aledañas y colma de a poco el
histórico recinto es muy joven. Se amalgaman perfectamente con los cuarentones
nostálgicos que vivieron/bailaron la primera etapa, de hecho, muchos se nota
son padres, madres e hijos. Pero también hay grupos de adolescentes fascinados por lo
simbólico y mítico del encuentro, con sus raros peinados nuevos, toneladas de
maquillaje y esa energía que desborda y rejuvenece la épica de esta historia.
Para atenuar la espera se han
elegido como teloneros artistas locales: el solista Steve Mason y la versátil e influente banda Primal Scream, un peso pesado de la época del acid house que, insólitamente,
nunca antes había tocado en Hampden y cuyos miembros son muy amigos de las estrellas de la noche (en el impasse de los Roses, Mani Mounfield tocó el bajo con Bobby Gillespie y compañía). Abren el
juego, a plena luz del día, con el cover de los tejanos 13th Floor Elevators incluido en su máxima obra, Screamadelica: “Slip Inside This House”.
Y a partir de ahí, dan rienda suelta a su mixtura de grooves rockeros y
electrónicos, entre los que sobresalen “Country Girl”, “Rocks” y el final con “Come
Together” y un esperanzador mensaje político a favor de Jeremy Corbyn y el Partido Laborista, en contra de los Torys (conservadores),
luego de las elecciones generales de hace unas semanas en las que los “buenos”
le han robado varios escaños del Parlamento a los “malos”.
Al finalizar el entremés, la
efervescencia es casi tangible. En la gente, que se agolpa en los puestos de
venta de alcohol y en las fuerzas de seguridad, que parecen no querer perder el
control de la situación y apresan a otro muchacho, que tan solo ha intentado ir
al baño donde, claro, no hay un baño. Segunda detención de la noche. Alguien se
quiere colar en la interminable fila para canjear los tokens por cervezas y una
prominente y arrugada rubia lo saca a los empujones y puteadas. Justicia
poética. Mujeres, bellas y fuertes…
worldwide. Con el correr de los minutos y la espera para el plato fuerte,
las caras se transforman, las lenguas comienzan a patinar cada vez más (lo que torna el ya difícil slang escocés
imposible de comprender para oídos foráneos), los vasos de cerveza vuelan por
los aires como proyectiles etílicos y las sonrisas emanan por doquier, muy a
pesar de situaciones hostiles como la tercera detención de la noche, también
junto a los baños (nunca seré policía de
provincia ni de capital… ni de Glasgow).
Finalmente, cuando se acercan las
nueve y las coloridas bengalas decoran y embellecen el atardecer, un gaitero con
kilt, sombrero y todos los dignos clichés silencia a la multitud y así da paso
a cuatro figuras que emergen desde los costados del escenario, saludan y se
colocan frente a sus instrumentos para comenzar el ritual más esperado y
predecible: “I Wanna Be Adored”. La multitud salta y corea el denso riff de
bajo introductorio, el humo no deja ver, pero detrás de esa cortina verde, azul
y roja se encuentra la banda más altanera, talentosa y apática de la historia
de la música inglesa: The Stone Roses.
Mientras avanzan los temas
(“Elephant Stone”, “Sally Cinnamon”, “(Song For My) Sugar Spun Sister”) el
sonido madura, se asienta y se aleja de la enajenación inicial. Ian Brown toma
el centro del escenario y con su cadencia de mono al caminar se adueña de todo.
Su actitud no denota otra cosa: bebe de una taza blanca (conociéndolo, seguro
sea té), se mueve de aquí para allá y reparte cascabeles al público. Reni por
ahora le escapa al bucket hat y luce
un estilo de turbante negro, mientras que Mani destaca con una camisa roja
digna de una estrella de música country y John Squire rockea sin inmutarse, con
su barba hipster. A esta altura, la masa está completamente a merced de los
músicos, lo que todos esperaban. Parece a propósito que luego sigan con “Shoot
You Down” y su suave estribillo: “I’d
love to do it and you know you’ve always had it coming”.
Luego del mash-up de “Waterfall”
y “Don’t Stop”, vibra “Begging You” y finalmente se toma la tangente eléctrica
de Second Coming, disco
súper-guitarrero compuesto casi en su totalidad por Squire, enganchadísimo en la fulera (Brown tenía la cabeza en
otros ritmos que serían parte de su debut solista, Mani estaba deprimido por la
muerte de su padre y Reni… bueno, nadie sabía en qué andaba Reni por ese
entonces). En el afán de bajar y subir a la audiencia, “Elizabeth My Dear”
(dedicada a la Reina) es tan solo un tenue intermezzo para retomar la vía
disonante en el espléndido final de “Fool’s Gold” y comienzo de “Love Spreads”,
con el joven “All for one” en el medio.
La fiesta sigue y levanta aún más
con “Made Of Stone” (a Reni finalmente le
alcanzan un bucket hat) y parece reventar en un único grito de rebelión,
inoxidable, cuando “She Bangs the Drums” reza: “the past was yours but the future’s mine”. Al llegar el turno de la
apacible “This is the One”, bajan las primeras estructuras desde el techo del
escenario y trazan círculos de luces coloridas que tratan de combatir los
últimos embates del sol, que todavía no se esconde por detrás de las tribunas.
Mientras tanto, Brown comienza a juguetear con los instrumentos de percusión
que le instalaron junto a su micrófono y se pliega al repique de la batería,
como en Spike Island (solo que aquella vez los tocó tirado en el suelo). De esa
conjunción surge la intro que todos más esperaban, pero menos querían, pues
denota el final: “I Am The Resurrection”.
Toda una adolescencia de escuchar
ese súmmum: “I am the resurrection and I
am the light”, para finalmente ser parte. Tan glorioso, como efímero.
Rápidamente, y en tándem con el definitivo crepúsculo, el brillante desenlace
instrumental de la canción, con dos amagues y posteriores reinicios, advierte
el desvanecimiento del sueño de miles. Ya han corrido rumores al respecto, y
las palabras terminales de Brown, entre abrazos con sus compañeros, no hacen
más que agrandarlos: “Don’t be sad it’s over, be happy that it
happened”, mientras Mani hace muecas de llanto, bien sarcástico y
arrogante. De fondo suena “Beautiful Thing”, el otro nuevo tema: “It’s a beautiful thing that I say bye bye”,
single que lanzaron hace casi un año, como si supieran todo de antemano. El escenario se vacía.
De vuelta en la zona de muelles,
el “after party” explota al ritmo de “Kinky Afro”, de Happy Mondays y “Blue Monday”, de New Order, como si el tiempo no hubiera transcurrido. Un pequeño
enclave de música del palo en tiempos
de modernidad avasallante. Luego, todo el barco canta/grita/llora los versos de
“I Wanna Be Adored”, a pura emoción, y tan solo queda la sensación de flotar en
un estilo de funeral vikingo de la mejor
banda del mundo. Sean verdad los rumores, o no.
Por eso, solo digo GRACIAS, mientras dejo que el whisky
local haga el resto del trabajo emotivo.