Dentro de esta vorágine que
generaron tantos artistas internacionales que bajaron hasta Argentina en el
último mes hemos, como público, recibido toda clase de directivas (levanten las
manos, siéntense en el suelo, hagan: “uohh”), como fuimos blanco de demagogia
“buena onda” (“son el mejor público”) o también nos han intentado liberar de la
condición de masa uniforme anárquica buscando que nos concienticemos del que
teníamos al lado y no empujemos, o nos corramos “two steps back” (dos pasos para
atrás). Lo vivido ayer en River, en cambio, fue otro tipo de feedback. Robert
Smith comandó una máquina que carga la pesada responsabilidad de ser una banda
que por donde pasa deja su huella, que otros retoman y modifican según su
necesidad. Fue así toda su carrera, pero con más de treinta años en el ruedo
ese carácter no se modificó ni un ápice y ayer pudimos observar a cinco tipos
que “trabajan” para eso, para no perderle el paso a la vanguardia y para estar
siempre un metro más arriba de lo que la situación amerita.
The Cure en el Monumental fue un
viaje fantástico, de principio a fin. Una travesía sonoro-musical de magnitudes
incomparables (en lo que a mi jodida memoria respecta). Fueron casi tres horas
(o más, o menos, nadie pudo despegar su cerebro de lo que acontecía como para
calcular el tiempo, ¿no?) de la diversidad más fina, certera y avasallante
dentro del rock dark-gótico, con raíces de finales de los ’70 pero con un nivel
de asimilación de su obra a los tiempos que corren que le dieron al espectáculo una
constante de épica reminiscencia y, sobre todo, condujeron al público por todo
tipo de sensaciones: baile, fervor hitero, pero también introspección y
melancolía.
Si había que esperar veintiséis
años para poder vivir eso en carne propia, bueno, lo valieron. Esas intro's
largas... vueltas y vueltas de acordes sombríos paralelos a teclados ochentosos,
ambos corriendo sutilmente debajo de sofisticados arreglos de guitarra, todo
con una gruesa conjunción de bajo y batería de fondo que allana el camino hasta la eternidad de la
canción: una fórmula que funciona en niveles que, hasta ayer, no conocía empíricamente,
ni había podido contemplar sino a través de la impersonalidad de los auriculares
o parlantes. “Charlotte Sometimes”, “A Forest”, “The Kiss” fueron demasiado
para este lúgubre corazón racinguista, y ni hablar cuando tocaron temas del
disco “Seventeen Seconds”, y las pantallas acompañaban a la música a través de
esa tonalidad tan opaca y tormentosa que caracterizó desde siempre a la banda y
aún hoy no pierden.
También hitearon, vamos a
aclararlo. Pero los hits de The Cure son la excepción a toda la carga negativa
que tiene la palabra en sí misma. “Boys Dont Cry” (sin teclados), “Close To
You”, “The Lovecats”, “Just Like Heaven” levantaron a la gente, como un
salvavidas arrojado para rescatarlos de la marea de oscuridad en la que ellos
mismos los habían metido con tanta otra canción de corte intimista-perturbadora.
Me reservé el último párrafo para
él, quien da título a este texto. Robert Smith canta como si en realidad todos hubiésemos
envejecido menos él (más allá de la incipiente tonalidad gris de su particular
cabellera), como si para este personaje el tiempo no pasara, casi como un Peter
Pan amo de las profundidades. Aniñado, vocaliza todas sus sensaciones, las exterioriza
con la mayor naturalidad y lo acompaña con expresiones de locura y mirada
perdida que hacen más verídico o creíble lo que transmite. Todo eso dentro de
un anatómicamente “complicado” (o adorable, según quieran) envase que le da ese
carácter tan particular de belleza innata e irresistible. ¿Cómo ceder ante sus
gigantescos dedos haciendo sonar los acordes más refinados y también tortuosos?
No, imposible ceder. Yo solo quiero más, que vuelvan por más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario