"En un territorio lejos de nada, preso en el tiempo. El agua es dos veces el mismo agua, y nunca refleja tu imagen el río."
Diego Frenkel.
Aurora se encontró a si misma esperando en el
umbral del edificio. Estaba impaciente, brotaban de sus pómulos sensaciones de
injusticia y resoplaba llena de energías esperando que él finalmente salga y,
como siempre, le pida perdón mientras se excusa por su retraso.
La noche estaba exquisita. Caía sobre su cuerpo
como un manto que la envolvía expandiendo cada célula de su cuerpo, efervesciéndola.
Sonaban en su horizonte palermitano, en su tremor pasivo, canciones de rock
que, golpeando graves dentro suyo daban forma a un xanadú, a un sol abismal. Ella nadaba perdida, sensitiva,
sostenida solo por las puntas de sus pies.
La melodía se perdió para siempre en sus
adentros repentinamente, tal como los hombros de él atravesaron el marco de la imponente
puerta. Esta vez, más parco que de costumbre, se tomó muy a pecho la tardanza y
se excusó diciendo que hoy no se sentía bien. Aurora dudó. Salvador era un
promulgador de la mala onda, sí; pero nunca se “sentía mal”, mas allá de algún
que otro “día no” que le pudieran
ocasionar el fútbol o el dinero.
A pesar de la sensación de
no-bienestar manifestada, él se comportó como la cita lo requería. Claro,
semejante encuentro de planetas no era poca cosa en su galaxia de pasiones. En
su sistema que, durante años, cobijó millones de satélites f y m de mayor o menor
importancia, varios asteroides de problemas, pero sobre todo, muchos agujeros
negros que se comieron el tiempo, y parece ser también, el amor entre ellos.
Otra vez más, la misma situación. Era un traje
que, mal que les pese a ambos, les quedaba perfecto. En tan solo diez minutos,
convertían el inerte frío del reencuentro en un caudaloso y cálido mar de manías,
anécdotas y risas. Eran meant to be,
por más idiota que eso les pareciera (a él por lo menos, ella se jactaba de eso
casi morbosamente). No podían ocultarlo.
Salvador instintivamente se separó de la
situación de regocijo, recordando lo que tenía para decir.
- Te
cité porque te tengo que contar algo.
- ¿Qué?,
contestó ella descifrando lo que iba a salir de la boca de él cinco segundos
antes, mirando sus ojos.
- Estoy
muerto.
A Aurora le temblaron los labios. Lo conocía
tan bien que no podía creer que haya dicho semejante cosa mientras ponía su
mejor e involuntaria cara de “te estoy diciendo la verdad”.
- Pero, ¿Cómo? Eso no tiene sentido, S.
- Sí,
así como suena. No estoy vivo. No quiere decir que no pueda hablarte, pero
simplemente, estoy muerto y todo lo que haga o diga no va a repercutir en el
presente, pues ya no soy parte de él.
Ante la inmensa conmoción, Salvador prosiguió:
- Mi
cuerpo no me pertenece. Mi alma es ajena, puede estar perdida entre los
infinitos, flotando bajo el profundo mar. No lo se, pero ya no me pesa y por
eso tengo el valor de encontrarte.
Acordes mayores de silencio, anchos y
espectrales, adornaron el espacio entre ambos.
- ¿Y
a quién pertenecen, entonces, tu alma y tu cuerpo?, contestó ella casi altaneramente.
- A
vos, desde siempre. Solo tuve que morir para descifrarlo. Ahora vengo a
recuperar lo que es mío para poder volver a las penumbras en paz. No te debo
nada, solo que vos no lo sabés y pensás que todo lo aprendido en nuestra
relación es tuyo, pero no. Necesito esa mitad, necesito la paz que vos gozaste
todo este tiempo, para poder morir definitivamente y así redimir toda la culpa
sufrida en vida.
Esto significó para Salvador una liberación
extrema. Sus venas y poros se taparon de chatarra moral que buscaba vía alguna
de salida de su cuerpo.
Todo ese aluvión se congeló apenas ella deslizó
de su lengua viperina la respuesta:
- Pero,
y a mi… ¿qué me queda?
Claramente no se esperaba esa pregunta. Él
estaba cien por ciento seguro de poder dominar la situación y, de una vez por
todas, llevarse por delante la barricada de inteligencia que ella le ponía a
cada mano a mano.
No esperaba que ella inclusive, ante semejante
noticia y determinada situación, tienda a preguntar por ella misma. No vaticinó
que su egoísmo pueda trepar misticismos y no entender de misericordias.
Salvador no supo que contestar. ¿Que le quedaba
a ella?... ¿¡Nada!? No, él era demasiado débil (mas allá del estoicismo
adquirido post-mortem) como para dejarla sin nada.
La dejó vivir entera, con todos sus moños y sus
millones de issues, y él se
auto-arrastró a la más débil de las penumbras. Hacia el olvido. Todo porque a
ella nunca se le borre la sonrisa de la cara. Porque su sonrisa era,
básicamente, lo único que a él le quedaba en lo profundo del camino a la amarga
eternidad.
SV.
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