4/13/2013

Beautiful Roberto


Dentro de esta vorágine que generaron tantos artistas internacionales que bajaron hasta Argentina en el último mes hemos, como público, recibido toda clase de directivas (levanten las manos, siéntense en el suelo, hagan: “uohh”), como fuimos blanco de demagogia “buena onda” (“son el mejor público”) o también nos han intentado liberar de la condición de masa uniforme anárquica buscando que nos concienticemos del que teníamos al lado y no empujemos, o nos corramos “two steps back” (dos pasos para atrás). Lo vivido ayer en River, en cambio, fue otro tipo de feedback. Robert Smith comandó una máquina que carga la pesada responsabilidad de ser una banda que por donde pasa deja su huella, que otros retoman y modifican según su necesidad. Fue así toda su carrera, pero con más de treinta años en el ruedo ese carácter no se modificó ni un ápice y ayer pudimos observar a cinco tipos que “trabajan” para eso, para no perderle el paso a la vanguardia y para estar siempre un metro más arriba de lo que la situación amerita.
The Cure en el Monumental fue un viaje fantástico, de principio a fin. Una travesía sonoro-musical de magnitudes incomparables (en lo que a mi jodida memoria respecta). Fueron casi tres horas (o más, o menos, nadie pudo despegar su cerebro de lo que acontecía como para calcular el tiempo, ¿no?) de la diversidad más fina, certera y avasallante dentro del rock dark-gótico, con raíces de finales de los ’70 pero con un nivel de asimilación de su obra a los tiempos que corren que le dieron al espectáculo una constante de épica reminiscencia y, sobre todo, condujeron al público por todo tipo de sensaciones: baile, fervor hitero, pero también introspección y melancolía.
Si había que esperar veintiséis años para poder vivir eso en carne propia, bueno, lo valieron. Esas intro's largas... vueltas y vueltas de acordes sombríos paralelos a teclados ochentosos, ambos corriendo sutilmente debajo de sofisticados arreglos de guitarra, todo con una gruesa conjunción de bajo y batería de fondo que allana el camino hasta la eternidad de la canción: una fórmula que funciona en niveles que, hasta ayer, no conocía empíricamente, ni había podido contemplar sino a través de la impersonalidad de los auriculares o parlantes. “Charlotte Sometimes”, “A Forest”, “The Kiss” fueron demasiado para este lúgubre corazón racinguista, y ni hablar cuando tocaron temas del disco “Seventeen Seconds”, y las pantallas acompañaban a la música a través de esa tonalidad tan opaca y tormentosa que caracterizó desde siempre a la banda y aún hoy no pierden.
También hitearon, vamos a aclararlo. Pero los hits de The Cure son la excepción a toda la carga negativa que tiene la palabra en sí misma. “Boys Dont Cry” (sin teclados), “Close To You”, “The Lovecats”, “Just Like Heaven” levantaron a la gente, como un salvavidas arrojado para rescatarlos de la marea de oscuridad en la que ellos mismos los habían metido con tanta otra canción de corte intimista-perturbadora.
Me reservé el último párrafo para él, quien da título a este texto. Robert Smith canta como si en realidad todos hubiésemos envejecido menos él (más allá de la incipiente tonalidad gris de su particular cabellera), como si para este personaje el tiempo no pasara, casi como un Peter Pan amo de las profundidades. Aniñado, vocaliza todas sus sensaciones, las exterioriza con la mayor naturalidad y lo acompaña con expresiones de locura y mirada perdida que hacen más verídico o creíble lo que transmite. Todo eso dentro de un anatómicamente “complicado” (o adorable, según quieran) envase que le da ese carácter tan particular de belleza innata e irresistible. ¿Cómo ceder ante sus gigantescos dedos haciendo sonar los acordes más refinados y también tortuosos? No, imposible ceder. Yo solo quiero más, que vuelvan por más.