3/20/2012

Crónicas desde el Try. El hombre indicado para el deporte menos pensado.

Wellington City, Partido de La Matanza, New Zealand.

Más tangible y visible que nunca, el aguante había llegado a la ciudad. No hubo una mejor manera de recibirlo que con un vendaval de agua, el cual acrecentaba (a gotas) el heroísmo y el carácter épico del momento. Ese “ahora”, y ese “ahí mismo” fue el epicentro de la locura y la rebelión interior de cada individuo argentino presente en el estadio. Cada cual a su manera, eso si; porque si hay algo que se pudo observar en el Westpac Stadium en la noche del domingo 25 de Septiembre de 2011, fue la variedad de personajes provenientes de Argentina. La tribuna fue un pequeño “ghetto argento” en el cual convivieron ricos, pobres, ex-rugbiers, anti-rugby, rubias taradas; todos en pos de una victoria nacional.

Como introducción debo admitir que fue una jornada difícil para el periodismo normal, serio y reglamentario. Pero voy a empezar, como se debe, por el principio.

La cautela económica y el dulce placer del fetichismo antitodo, me alejaron del encuentro, al menos en las semanas anteriores al mismo. El día del cotejo, me dispuse a hacer unas necesarias compras en el supermercado New World Metro cuando, al salir del edificio, mis sentidos se tiñeron de fragancias nuevas; en Willis Street estaba todo celeste y blanco. Niños se regodeaban embanderados con los colores patrios, y yo caminaba con el peso de las bolsas sobre los brazos y los auriculares al palo vibrando con los Happy Mondays.
Ahí me dio pena no ir a la cancha. Pero…  ¿¡era eso realmente ir a la cancha!? No. Era rugby, y el rugby es una hermosa disciplina de la cual no tengo la menor duda soy la persona que menos sabe en el mundo. Con estas premisas, el show podía ser hermoso.
El sentimiento nacionalista ha demostrado tener fuerzas de gigante y efervescer hasta en las almas más pesimistas e ingratas, por eso se hizo presente en Wellington para recibir la llamada necesaria. La llamada provino del griego Constantakos, media hora antes del inicio del partido, invitándome a comprar una entrada barata de reventa a precio de costo (¡Si! ¡Reventa en Nueva Zelanda!). Obviamente, fuimos.

Es sabido, pues lo he dicho al comenzar este escrito, que fue una jornada bizarra. Carente de normalidad, por lo menos. Los químicos moldean las situaciones y sueldan cables en la cabeza, acortan distancias entre el quiero y el puedo. Así fue el inicio de mi viaje por el mundo y la familia del rugby.
Llegar al estadio y ubicarse muy organizadamente en nuestros asientos fue express. De repente, comenzó a sonar el Himno Nacional, que inundó las almas de lágrimas contenidas, y expandió nuestros pechos hambrientos de euforia al grito de: ¡Oh juremos con gloria morir!
Mi mente volaba en análisis de todo lo que rodeaba el asiento en el que me encontraba. Saludar a unas chicas, todas ellas embanderadas a más no poder en celeste y blanco, fue un tanto desconcertante. Pues no me contestaron el “buenas”, y automáticamente se sumieron en una coreografía de baile ante la canción de los Black Eyed Peas que, inmediatamente después del Himno Nacional, sonó por los altoparlantes (muy poco serio la musicalización del partido, como si fuera el Super Bowl o un partido de la NBA). Al rato me iba a enterar que el grupo de maleducadas de celeste y blanco que no saludaron, no lo hicieron porque eran neozelandesas… disfrazadas de rosarinas.

¡Que extraño resultaba todo! Yo ardía en deseos de ir a la cancha, de ir al Cilindro y ver salir a Racing. Pero mientras mis deseos recorrían océanos, se estaba jugando un partido, y debía de prestarle atención. Por lo menos un poco. Y así fue como con el devenir del match fui capturado por las garras del aguante puma, y canté; también silbé al kicker escocés (esa marea de mala onda en forma de silbidos ante cada patada rival, me hizo sentir como en casa).
El show continuó, y el fervor que contagió un, según dicen los expertos, parejísimo partido de rugby fue inversamente proporcional al interno, debido al baldazo de agua fría que significó acercarse como quien no quiere la cosa al tan verde puesto de venta de Heineken’s, y enterarse el precio de venta de las mismas (compra mínima: pack de 4; cuyo precio era el mismo que veintiséis paquetes de fideos, nuestra delicia gourmet cotidiana). Así que, sin cerveza mi mente no tranzó con el deporte, ni con la clase alta, ni con las rubias de al lado. Los altoparlantes del estadio poniendo Soda Stereo ante cada anotación argentina comenzaron a exasperarme más de lo previsto.
Luego, todo adquirió dimensiones mayores. Mágica y súbitamente, un pequeño rugbier argentino (las reminiscencias maradoneanas al respecto, son aceptadas) corrió media cancha con la pelota, torció la cintura para un lado y para el otro esquivando escoceses (cuan campeón barrial de hula-hula, pero con doble apellido); y se llevó la guinda bajo el brazo hasta la zona de anotación, zambulléndose en ella, y desatando así un delirio que hizo estallar a todos los residentes de nuestro pequeño ghetto argentino. El conjunto nacional se posicionaba un punto por arriba de Escocia, faltando pocos minutos para el final del encuentro.

¡Ganamos!. ¡Cuánta gloria, qué emoción! ¡Sí!, como el Diego en el ’86…

¡Ja!, en tus sueños, rugby. Seguirás siendo solo una porción más del zapping en la grilla de canales, y te seguiré esquivando (en búsqueda de una sit-com), como esquivó a todos aquel pequeño patriota de country, grabándose para siempre en la retina de todos los argentinos presentes. Nada más.

            el aguante de la clase alta y las rubias hooligans

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